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Rodolfo el zombie




Rodolfo el Zombie
Gris Gutiérrez
A lo lejos puedo escuchar el bip-bip…bip del verificador de precios de la caja cinco, intento concentrarme en eso y no en esta horrible sensación que me hace pensar que ya es demasiado tarde.
Todo empezó a finales de octubre, se rumoraba de algunos brotes alrededor de la ciudad; había avisos en las grandes cadenas de cafeterías y centros comerciales que me ponían cada vez más nervioso sobre la situación, pero era ridículo… octubre apenas terminaba y la gente ya empezaba a entrar en pánico.
Los síntomas eran fáciles de discernir; una afinidad por las bufandas tejidas a mano, una taza de café con motivos en blanco y rojo, una melodía tarareada que fue sacada desde el subconsciente del sujeto y por qué no, ese gusto por saturar las tarjetas de crédito a la menor oportunidad.
Había intentado resistirme por tanto tiempo, mi escritorio de la oficina estaba adornado con un pequeño cactus natural, que no le pedía nada a los arbustos artificiales de los demás; decorados con formas esféricas de plástico en los colores corporativos de la empresa.
Mi táctica siempre había sido sencilla: huir a la costa y evitar completamente la pandemia; el sol y la arena simplemente no dejan que la enfermedad se desarrolle por completo. Había sobrevivido así varios años, volviéndome cada vez más inmune al ver los bastones gigantes de luz roja que adornan cada año el jardín del vecino y que me hacen pensar en el infierno cada vez que los veo brillar por las noches.
Pero habría que intentar una nueva táctica este año, sin días disponibles en el calendario para viajar y con aquel ritual obligatorio en el lugar de trabajo el cual no pensé en solucionar antes.
Aquí estoy, faltan solo cuatro días para el Apocalipsis anual y aún tengo que encontrar un par de calcetines que hagan honor a la locura en la que las personas que me rodean se regocijan: un regalo bastante impersonal que demuestra la falta de interés entre ellos pero los hace felices e ignorantes de su situación por algunos segundos.
Mi misión es bastante sencilla: entrar, tomar los calcetines, pagar y salir desapercibido. 
El ambiente con olor a canela me envolvía, intentaba llevarme la manga del suéter a la nariz para evitar el contacto con cualquier tipo de contaminante, a la entrada del centro comercial uno de los peores casos; pequeñas personas vestidas en verde con medias rojas y blancas que recibían a las personas en espera de incrementar en alcance del contagio, el peor de todos los casos, un sujeto hinchado envuelto en rojo y blanco, sus facciones rojizas como resultado del daño causado por el virus, atrayendo a las víctimas más jóvenes: los más susceptibles. 
Siempre he tenido la teoría de que todos nacemos con el virus, somos pocos los que nos hemos curado y vemos como poco a poco se consumen entre sí.
Intento encontrar los calcetines pero han cambiado el orden de los pasillos y a la entrada me invade la zona de los más pequeños, es la zona de guerra, puedo ver a dos sujetos femeninos infectados que pelean por la última muñeca, aquella que tiene un vocabulario más extenso que el de los sujetos en cuestión.
Puedo ver en mi periferia un destello rojo y ahí es cuando lo veo, mi modelo favorito de Hot Wheels, rojo flamante, una edición clásica como lo anuncia la caja y sin pensarlo lo tomo y lo pongo en el carrito de autoservicio, es solo para decoración de la sala, un poco de nostalgia.
El siguiente pasillo es el de los juegos de mesa, y ahí como olvidado está mi juego de trivia favorito; tengo la compulsión de comprarlo para mi sobrino, sus juegos tecnológicos no se comparan a la verdadera emoción de participar en un juego de verdad.
He terminado en el pasillo de la ropa de hombre, en mí búsqueda por los calcetines encuentro un par de pantuflas extra cómodas que estoy seguro mi papá usará a diario.
Cuarenta y ocho minutos han pasado desde que entré en el centro comercial lo sé porque puse un cronómetro en mi reloj  y es como despertar de un sueño, solo debía estar dentro por quince minutos máximo, contando el tiempo de espera en la caja.
Miro al carrito de autoservicio para revisar mis compras y me sorprendo al ver que está lleno de papel de envolver, artículos varios que podrían pertenecer a los integrantes de una familia y lo peor de todo: pastel de fruta.
El sentimiento que me empieza a llenar es de lo más incómodo y de repente siento una necesidad por regresar al pasillo, pelear por la última muñeca parlante y comprarla para mi ahijada. Intento evitarlo pero miro de nuevo al carrito y ahí está, mi flamante modelo de Hot Wheeels, tan rojo como la nariz de Rodolfo, como en aquella navidad en que lo saqué de su envoltura dorada. 
La música de fondo reemplaza al bip-bip de la caja y me encuentro tarareando poco a poco, roja como la grana,  y de un brillo singular… pero navidad llegó…
Lo último antes de perder conciencia es ese llamado que me dice que todo ha terminado.
Jo- jo-jo ¡Feliz Navidad!

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